jueves, 24 de febrero de 2011

La tragedia del USS Indianápolis


USS Indianápolis

Ahora daremos un salto hasta las cálidas aguas del mar de Filipinas en la medianoche del 30 de julio de 1945. Durante esa noche se produjo uno de los incidentes más impactantes y luctuosos para la marina estadounidense durante el transcurso de la guerra y quizás de toda su historia.

Un crucero acorazado de la clase Portland, el USS Indianápolis, viajaba en solitario tras haber finalizado con éxito una importante y extremadamente secreta misión. En el contexto del “Proyecto Manhattan”, el navío había realizado con éxito el acto de entrega de los componentes con los que se montaron las bombas atómicas que posteriormente serían arrojadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Las explosiones de estos artefactos certificarían prácticamente la victoria aliada en la II Guerra Mundial y la derrota total de los japoneses. Pero vayamos por partes y no nos desviemos…


Capitán McVay

Al regreso de su misión, el buque norteamericano fue localizado por un submarino I-58 de la Armada Imperial Japonesa. El capitán Mochitsura Hashimoto se encontraba al mando del sumergible nipón y como que no estaba dispuesto a dejar escapar semejante triunfo para su medallero particular. El capitán McVay, que estaba al mando del USS Indianápolis, había abandonado las trayectorias antisubmarino en zigzag con la intención de ganar tiempo para la finalización definitiva de su misión. Así que encuentro armado entre ambas embarcaciones era cuestión de tiempo y por supuesto que este no tardó en llegar. El capitán japonés tenía al Indianápolis fijado en el periscopio de su navío. Ordenó cargar los torpedos y cuando decidió que era el momento apropiado dio la mortífera y definitiva orden. Dos torpedos salieron del I-58 con destino al Indianápolis a toda velocidad, ambos proyectiles impactaron de lleno en el casco del acorazado norteamericano. En los primeros instantes tras los impactos la confusión era total entre la marinería. Gritos, heridos y explosiones conformaban el terrible escenario que se estaba gestando. Pero como toda situación por complicada que sea, siempre es susceptible de empeoramiento… vaya si empeoró. Tan solo durante los instantes posteriores a los impactos se calcula que perecieron alrededor de trescientos hombres, todos ellos tanto por el efecto directo de la explosión como por ahogamiento. En cuestión de minutos el Indianápolis realizó su último recorrido, en esta ocasión hacia las profundidades abisales.



Capitán Hashimoto

Hasta aquí todo puede parecer normal en el contexto de un conflicto bélico y el enfrentamiento entre navíos de guerra, pero la verdadera tragedia del Indianápolis no había hecho más que comenzar. De una tripulación de 1.196 hombres entre marineros y oficiales, unos 880 consiguieron saltar al mar con vida, a partir de entonces una espantosa cuenta atrás dio comienzo. El terror estaba a punto de hacer acto de presencia entre los superviviente a golpe de mandíbula de tiburón. Los hombres que no tenían salvavidas se aferraban a cualquier resto flotante que les pasara cerca. Un pensamiento demoledor les pasó a muchos por la cabeza, sabían que su misión había sido considerada como altísimo secreto y debido a la naturaleza de la carga entregada, muy pocos conocerían la posición real del Indianápolis. Difícilmente alguien les podría encontrar en aquellas solitarias aguas, y estaban en lo cierto, aún pasarían cinco interminables días hasta que alguien les rescatara.

Al amanecer del día 31, atraídos por el olor de la sangre y de los cadáveres en descomposición, aparecieron unos invitados de los que nunca nadie quiere ver en su fiesta. Numerosos grupos de tiburones oceánicos de puntas blancas hicieron acto de presencia en la zona. Con una longitud de casi tres metros, ciento cincuenta kilos de peso y con una violencia extrema una vez inmersos en frenesí depredador, la situación de difícil se tornó a desesperada. Los marinos intentaban mantenerse en grupos separados y esperando con seguridad el fatídico momento en el que serían devorados por los escualos. Pone los pelos como escarpias solo imaginar la dantesca escena. Veían como alrededor de ellos iban desapareciendo poco a poco sus compañeros entre gritos y podían contemplar estupefactos como se sumergían bajo las aguas teñidas de sangre. Todo esto en medio de un atroz y desesperado chapoteo de inútil lucha por la supervivencia. Lo peor es que la cosa ya no se quedaba solo con el “problemilla” de los tiburones. Otros feroces enemigos pero algo más sutiles, se presentaron también en la escena de los hechos. El sol, el hambre, el agotamiento y la ingesta de agua salada, provocaron en muchos de los marineros vívidas alucinaciones y episodios de pánico absoluto. Algunos de estos tremendos episodios derivaron en que algunos de los supervivientes se mataran los unos a los otros en el intento de huir de un misterioso enemigo invisible. Otros simplemente se alejaban nadando en solitario víctimas de la desesperación hasta desaparecer en un instante.



El mando naval de los EE.UU. no se percató de la desaparición del navío hasta la mañana del 2 de agosto y esto supuso un factor determinante en la tragedia del Indianápolis. En el transcurso de aquella mañana un bombardero estadounidense que se encontraba en misión rutinaria para la  detección de submarinos japoneses y pilotado por el teniente Gwinn, localizó al grupo de supervivientes y proporcionó inmediatamente su posición a su base en Peleliu. El factor tiempo jugaba absolutamente en su contra. Los mandos enviaron un hidroavión pilotado por el teniente Marks para analizar con mayor concreción la situación de los supervivientes. Marks, mientras sobrevolaba los restos y náufragos del Indianápolis, solicitó la asistencia inminente del destructor estadounidense USS Doyle. La escena que se presentaba allí abajo jamás podría quitársela de la cabeza el militar norteamericano. Náufragos que iban desapareciendo bajo las aguas en cuestión de minutos y una marea roja de sangre que se expandía ante sus atónitos ojos. El piloto estadounidense había recibido órdenes de no amerizar, pero no pudo hacer otra cosa que desobedecerlas e hizo descender el hidroavión hasta el mar para comenzar el rescate de los supervivientes. Durante esa larguísima jornada pudo salvar a cincuenta y seis de sus compañeros, todos ellos mientras el USS Doyle llegaba a la zona a toda máquina. El destructor norteamericano no apareció hasta bien entrada la noche y ante la apremiante y desesperada situación, su capitán optó por encender los focos para la búsqueda de supervivientes, aún corriendo el enorme riesgo de delatar su posición a posibles submarinos japoneses. Tan solo se pudieron salvar trescientos dieciséis supervivientes, el resto dejó sus descarnados huesos en las profundidades marinas. Los marineros supervivientes jamás podrían borrar de sus mentes el espanto y el miedo que vivieron durante aquellos eternos y terroríficos cinco días.


Supervivientes USS Indianápolis



El alto mando naval en un intento desesperado de evadir su responsabilidad, cargó todas las tintas contra el capitán McVay. Este se sentó en el banquillo de los acusados en un consejo de guerra con unas más que graves acusaciones en su contra. Los altos mandos tenían la firme intención de convertirle en el chivo expiatorio de la tragedia y como siempre la cuerda se rompe por el extremo más débil… El jurado militar declaró culpable al capitán por la no utilización de las técnicas zigzag para evitar los ataques submarinos. El capitán McVay no pudo superar esta deshonrosa situación y en 1968 decidió poner fin a sus días. Este pasó a convertirse en la última víctima que se cobraba el USS Indianápolis. Como consuelo para sus familiares y amigos, el presidente Bill Clinton en el año 2000 firmó un documento en el que se exoneraba a McVay de cualquier responsabilidad por el hundimiento del navío. A buenas horas, mangas verdes.