USS Indianápolis
Ahora
daremos un salto hasta las cálidas aguas del mar de Filipinas en la medianoche
del 30 de julio de 1945. Durante esa noche se produjo uno de los incidentes más
impactantes y luctuosos para la marina estadounidense durante el transcurso de
la guerra y quizás de toda su historia.
Un
crucero acorazado de la clase Portland, el USS Indianápolis, viajaba en
solitario tras haber finalizado con éxito una importante y extremadamente
secreta misión. En el contexto del “Proyecto Manhattan”, el navío había
realizado con éxito el acto de entrega de los componentes con los que se montaron
las bombas atómicas que posteriormente serían arrojadas sobre las ciudades
japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Las explosiones de estos artefactos
certificarían prácticamente la victoria aliada en la II Guerra Mundial y la
derrota total de los japoneses. Pero vayamos por partes y no nos desviemos…
Capitán McVay
Al
regreso de su misión, el buque norteamericano fue localizado por un submarino
I-58 de la Armada Imperial Japonesa. El capitán Mochitsura Hashimoto se
encontraba al mando del sumergible nipón y como que no estaba dispuesto a dejar
escapar semejante triunfo para su medallero particular. El capitán McVay, que
estaba al mando del USS Indianápolis, había abandonado las trayectorias
antisubmarino en zigzag con la intención de ganar tiempo para la finalización
definitiva de su misión. Así que encuentro armado entre ambas embarcaciones era
cuestión de tiempo y por supuesto que este no tardó en llegar. El capitán
japonés tenía al Indianápolis fijado en el periscopio de su navío. Ordenó cargar
los torpedos y cuando decidió que era el momento apropiado dio la mortífera y
definitiva orden. Dos torpedos salieron del I-58 con destino al Indianápolis a
toda velocidad, ambos proyectiles impactaron de lleno en el casco del acorazado
norteamericano. En los primeros instantes tras los impactos la confusión era
total entre la marinería. Gritos, heridos y explosiones conformaban el terrible
escenario que se estaba gestando. Pero como toda situación por complicada que
sea, siempre es susceptible de empeoramiento… vaya si empeoró. Tan solo durante
los instantes posteriores a los impactos se calcula que perecieron alrededor de
trescientos hombres, todos ellos tanto por el efecto directo de la explosión como
por ahogamiento. En cuestión de minutos el Indianápolis realizó su último
recorrido, en esta ocasión hacia las profundidades abisales.
Capitán Hashimoto
Hasta
aquí todo puede parecer normal en el contexto de un conflicto bélico y el
enfrentamiento entre navíos de guerra, pero la verdadera tragedia del Indianápolis
no había hecho más que comenzar. De una tripulación de 1.196 hombres entre
marineros y oficiales, unos 880 consiguieron saltar al mar con vida, a partir
de entonces una espantosa cuenta atrás dio comienzo. El terror estaba a punto
de hacer acto de presencia entre los superviviente a golpe de mandíbula de
tiburón. Los hombres que no tenían salvavidas se aferraban a cualquier resto
flotante que les pasara cerca. Un pensamiento demoledor les pasó a muchos por
la cabeza, sabían que su misión había sido considerada como altísimo secreto y
debido a la naturaleza de la carga entregada, muy pocos conocerían la posición
real del Indianápolis. Difícilmente alguien les podría encontrar en aquellas
solitarias aguas, y estaban en lo cierto, aún pasarían cinco interminables días
hasta que alguien les rescatara.
Al
amanecer del día 31, atraídos por el olor de la sangre y de los cadáveres en
descomposición, aparecieron unos invitados de los que nunca nadie quiere ver en
su fiesta. Numerosos grupos de tiburones oceánicos de puntas blancas hicieron
acto de presencia en la zona. Con una longitud de casi tres metros, ciento
cincuenta kilos de peso y con una violencia extrema una vez inmersos en frenesí
depredador, la situación de difícil se tornó a desesperada. Los marinos
intentaban mantenerse en grupos separados y esperando con seguridad el fatídico
momento en el que serían devorados por los escualos. Pone los pelos como
escarpias solo imaginar la dantesca escena. Veían como alrededor de ellos iban
desapareciendo poco a poco sus compañeros entre gritos y podían contemplar
estupefactos como se sumergían bajo las aguas teñidas de sangre. Todo esto en
medio de un atroz y desesperado chapoteo de inútil lucha por la supervivencia.
Lo peor es que la cosa ya no se quedaba solo con el “problemilla” de los
tiburones. Otros feroces enemigos pero algo más sutiles, se presentaron también
en la escena de los hechos. El sol, el hambre, el agotamiento y la ingesta de
agua salada, provocaron en muchos de los marineros vívidas alucinaciones y
episodios de pánico absoluto. Algunos de estos tremendos episodios derivaron en
que algunos de los supervivientes se mataran los unos a los otros en el intento
de huir de un misterioso enemigo invisible. Otros simplemente se alejaban
nadando en solitario víctimas de la desesperación hasta desaparecer en un
instante.
El
mando naval de los EE.UU. no se percató de la desaparición del navío hasta la
mañana del 2 de agosto y esto supuso un factor determinante en la tragedia del
Indianápolis. En el transcurso de aquella mañana un bombardero estadounidense que
se encontraba en misión rutinaria para la detección de submarinos japoneses y pilotado por el teniente
Gwinn, localizó al grupo de supervivientes y proporcionó inmediatamente su
posición a su base en Peleliu. El factor tiempo jugaba absolutamente en su
contra. Los mandos enviaron un hidroavión pilotado por el teniente Marks para
analizar con mayor concreción la situación de los supervivientes. Marks, mientras
sobrevolaba los restos y náufragos del Indianápolis, solicitó la asistencia
inminente del destructor estadounidense USS Doyle. La escena que se presentaba
allí abajo jamás podría quitársela de la cabeza el militar norteamericano. Náufragos
que iban desapareciendo bajo las aguas en cuestión de minutos y una marea roja
de sangre que se expandía ante sus atónitos ojos. El piloto estadounidense
había recibido órdenes de no amerizar, pero no pudo hacer otra cosa que
desobedecerlas e hizo descender el hidroavión hasta el mar para comenzar el
rescate de los supervivientes. Durante esa larguísima jornada pudo salvar a
cincuenta y seis de sus compañeros, todos ellos mientras el USS Doyle llegaba a
la zona a toda máquina. El destructor norteamericano no apareció hasta bien entrada
la noche y ante la apremiante y desesperada situación, su capitán optó por
encender los focos para la búsqueda de supervivientes, aún corriendo el enorme
riesgo de delatar su posición a posibles submarinos japoneses. Tan solo se
pudieron salvar trescientos dieciséis supervivientes, el resto dejó sus
descarnados huesos en las profundidades marinas. Los marineros supervivientes
jamás podrían borrar de sus mentes el espanto y el miedo que vivieron durante aquellos
eternos y terroríficos cinco días.
Supervivientes USS Indianápolis
El
alto mando naval en un intento desesperado de evadir su responsabilidad, cargó
todas las tintas contra el capitán McVay. Este se sentó en el banquillo de los
acusados en un consejo de guerra con unas más que graves acusaciones en su
contra. Los altos mandos tenían la firme intención de convertirle en el chivo
expiatorio de la tragedia y como siempre la cuerda se rompe por el extremo más
débil… El jurado militar declaró culpable al capitán por la no utilización de
las técnicas zigzag para evitar los ataques submarinos. El capitán McVay no
pudo superar esta deshonrosa situación y en 1968 decidió poner fin a sus días.
Este pasó a convertirse en la última víctima que se cobraba el USS
Indianápolis. Como consuelo para sus familiares y amigos, el presidente Bill
Clinton en el año 2000 firmó un documento en el que se exoneraba a McVay de cualquier
responsabilidad por el hundimiento del navío. A buenas horas, mangas verdes.