Fortaleza de Masada
Como siempre se ha dicho, la guerra saca lo peor y lo mejor del ser humano. Por un lado, la brutalidad y la sangre derramada de inocentes. Por el otro, heroicidad, resistencia, honor y determinación. Estos ingredientes se han confabulado en cuantiosas oportunidades para dejarnos emotivos pasajes de los que quedan grabados a fuego en la memoria colectiva de los pueblos que vieron nacer a sus héroes. En algunos casos, los menos, el final de los protagonistas es feliz. Pero generalmente para llegar al status de héroe hay que salir con los pies por delante del escenario de los hechos. Es en ese momento cuando el actor principal se convierte en el mito que todo pueblo necesita. Alguien a quien imitar, un modelo a seguir para crecerse ante la adversidad, un referente para las gentes. Este caso es el de nuestro personaje de hoy, Eleazar Ben Yair, el líder de los héroes de Masada. Un clarísimo ejemplo de llevar la resistencia y la determinación hasta las últimas consecuencias. El poderío de la Roma imperial enfrentándose en desigual combate a un grupo de rebeldes judíos. Una historia realmente emocionante y digna de ser rescatada en esta ocasión por el Octavo Pasajero. Señoras, caballeros apriétense los cinturones que nuestro condensador de fluzo nos llevará a la siempre complicada y belicosa Judea en el siglo I D.c. 3, 2, 1…… Ignición!!!
Para fijar el contexto histórico de nuestra historia tenemos que tirar del historiador Flavio Josefo, que aunque por el nombre lo parezca, no era romano ni de lejos. Josefo, en un principio fue el caudillo de una las habituales revueltas judías que se daban un día si y el otro también contra los invasores romanos. En una ocasión, tras ser apresado, y viendo que los romanos se habían cepillado a todos sus camaradas, meditó la situación y decidió que era más cómodo y beneficioso para sus intereses pasarse al bando romano que quedarse en el de sus compatriotas. Vamos, lo que viene a llamarse un traidor chaquetero en toda regla, menos mal que era uno de los líderes, que si no…. Pero aparte de traidor, como que también era un poco pelota, cuando lo llevaron ante la presencia del General Vespasiano, no dudó un momento en sacar a relucir toda su erudición y conocimientos sobre su “admirada” Roma y como era un tipo listo, se atrevió incluso a predecir que Vespasiano sería nombrado Imperator en breve. Evidentemente a un tipo tan ambicioso como el General, el presagio le encantó y más aun cuando se cumplió. El Emperador no dudó entonces en perdonarlo, olvidar su pasado judío y consentir que adoptara hasta uno de sus nombres. Así que pasó a llamarse a partir de entonces Flavio Josefo, vamos, un romano de toda la vida. Posteriormente escribió su gran obra “La Guerra de los Judíos”, en la que nos narra los complicados y sangrientos hechos que allá acaecieron.
Supuesto retrato de Flavio Josefo
Estamos en el año 66 D.c., Judea era un auténtico polvorín y la chispa de la rebelión prendería en cualquier momento en ese ambiente tan cargado. Todo comenzó en Cesarea por una disputa legal entre griegos y judíos, en la que los primeros salieron victoriosos y como que se regodearon encima. Los romanos decidieron no meterse líos y optaron por no intervenir. La decisión fue equivocada pues todo se acrecentó y de que manera cuando se supo que el Procurador Gesio Floro había sustraído parte del tesoro del Templo de Jerusalén. Eso ya era demasiado, ya era una ofensa al pueblo hebreo y sus creencias. Así que el hijo del Sumo Sacerdote, Eleazar Ben Ananás, ni corto ni perezoso, dejo los rezos de un lado y ordenó atacar la fortaleza Antonia, el bastión romano en Jerusalén y que sería tomado en unos días.
El Tetrarca de Galilea y gobernador de Judea, Herodes Agripa II, junto a su hermana Berenice huyeron a toda pastilla para salvar la vida. La cosa se estaba poniendo muy fea. Esta rebelión se estaba convirtiendo algo mucho más serio de lo que a priori se esperaba.
Moneda con la efigie Herodes Agripa II
El legado romano de Siria, Cestio Galo, reunió todas las fuerzas que pudo e inició el contragolpe. Había que sofocar el brote rebelde de manera prioritaria. Pero los judíos, contra todo pronóstico, repelieron a las fuerzas romanas. El balance para los romanos fue desolador. Los rebeldes les ocasionaron unas pérdidas de alrededor de seis mil legionarios de la Legio XII Fulminata. La verdad que el nombre le vino como anillo al dedo. Y lo peor y más deshonroso para una legión, perdieron sus Águilas, eso si que era imperdonable.
Nerón decidió cortar por lo sano y envió a su mejor hombre, el General Vespasiano. Este, junto a su hijo Tito y cuatro legiones, casi sesenta mil hombres en total, partieron rumbo a Jerusalén prestos y dispuestos a terminar con el levantamiento por la vía rápida. Ya en el año 68 D.c., la resistencia del norte cayó fulminada ante las tropas de Vespasiano. Así que el siguiente paso era recuperar la gran capital de Judea. En ese momento se produjo un importante hecho que hizo que de Jerusalén se tuviera que encargar Tito, el hijo de Vespasiano. Como vaticinó en su momento Flavio Josefo, que vista tuvo el tío, el General tuvo que partir hacia Roma para ser nombrado Emperador.
Busto del Emperador Nerón
Como a lo largo de toda su historia, conquistar Jerusalén no iba a ser nada fácil. Tomarla al asalto fue imposible. La fortaleza de las murallas y la beligerancia de sus defensores, comandados por los zelotes Juan de Giscala y Simón Ben Giora, hicieron posible el repeler todos y cada uno de los intentos. Así que Tito finalmente optó por la drástica medida de sitiar la ciudad. Jerusalén no tenía las suficientes reservas de agua ni de alimentos para mantener una población que para colmo había aumentado gracias a los peregrinos que se habían trasladado hasta ella para la Pascua judía.
Vespasiano
Mientras tanto, tras las murallas de Jerusalén, las bajas se contaban por miles. Hambre, sed y enfermedad estaban causando estragos entre los defensores. La situación era realmente comprometida. Los líderes zelotes, para mantener la disciplina, se arrojaban muralla abajo a todo aquel que flaqueaba pidiendo la rendición o simplemente les parecían sospechosos. Todo muy civilizado, si señor. A ver quien era el guapo que insinuaba algo. Los más de veinticinco mil defensores estaban dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias.
Recreación del Templo de Salomon.
Tito, al igual que los rebeldes, también comenzó con la guerra psicológica. Hizo formar a todo su ejercito frente a las puertas de la ciudad para que sus defensores pudieran ver el poderío militar romano en todo su esplendor. Los legionarios golpeaban sus escudos con las espadas creando una verdadera sinfonía de terror. La verdad que la congoja se tuvo que apoderar de más de uno ante tal espectáculo. También utilizó a nuestro amigo Flavio Josefo para que les diera un discursito a los defensores. En él, entre otras, les dijo cosas como que «Dios, que hace pasar el imperio de una nación a otra, está ahora con Roma» (Guerra V, 367); «Nuestro pueblo no ha recibido nunca el don de las armas, y para él hacer la guerra acarreará forzosamente ser vencido en ella» (Guerra V, 399); «¿Creéis que Dios permanece aún entre los suyos convertidos en perversos?» (Guerra V, 413). Josefo les intentó convencer de que su Dios ya no estaba con ellos y que su resistencia era inútil. A más de uno le entró unas ganas incontenibles de pillar a solas un ratito al amigo Josefo. Con estos argumentos solo consiguió empeorar la situación y enardecer aun más a los defensores.
Tito Flavio
Lo inevitable llegó en el verano del año 70 D.c., las legiones de Tito tomaron Jerusalén. La fortaleza Antonia fue arrebatada a los rebeldes y el Templo incendiado y arrasado. La represión romana fue terrible. Un verdadero baño de sangre.
Una vez conquistada Jerusalén, Tito parte hacia Roma en la primavera del año 71 D.c.. llevándose las trompetas de plata con las que los hijos de Aarón habían convocado a los huéspedes de Israel, el Arca de la Alianza, la mesa de oro de los panes ázimos y el gran candelabro de siete brazos o Menorah, hecho de cincuenta kilos de oro puro. Cargadito si que volvió el mozo, como se puede observar hoy en día en el friso del Arco de Tito.
Relieve del Arco de Tito
Al mando, tras sustituir por enfermedad a Lucilio Baso, quedó como nuevo Gobernador Lucio Flavio Silva. La misión que le encomendó Tito no fue otra que aplastar el último foco de resistencia, la fortaleza de Masada. Para ello el Gobernador pondría a trabajar, y nunca mejor dicho, a la Legio X Fratensis. Allí les esperaban novecientos cincuenta y tres defensores comandados por Eleazar Ben Yair, y todos dispuestos a morir antes que rendirse.
En el año 72 de nuestra era, Flavio Silva se puso en marcha acompañado por la Décima Legión, sus respectivas tropas auxiliares y miles de prisioneros de guerra que acarreaban agua, madera y provisiones para una larga temporada. En total más de quince mil hombres.
Masada, que significa fortaleza, para que complicar con el nombre, se encuentra en la cima de un peñón de roca solitario en el extremo occidental del desierto de Judea. Hacia el este tiene una caída de cuatrocientos cincuenta metros en dirección al Mar Muerto y hacia el oeste se eleva más de cien metros alrededor del terreno circundante. El acceso a la cima es estrecho y realmente escarpado. Una verdadera ratonera para aquel enemigo osar intentara acceder por el.
Imagen de la rampa del asalto a Masada
Silva tenía claro que el asedio sería inútil. Masada estaba bien abastecida de alimentos y de agua almacenada en cisternas. Así que como la cosa iba para largo, ordenó la construcción de ni más ni menos que ocho campamentos para rodear a los combatientes de Eleazar. Aparte de los campamentos, el gobernador ordenó la construcción de una muralla que rodeara la fortaleza. Esta tenía dos metros de grosor y doce torres de vigilancia a intervalos regulares. Los romanos iban a por todas, no escaparía nadie de Masada.
Flavio Silva intentó convencer en cuantiosas ocasiones a Eleazar de que se rindiera, de que entregara las armas y ahorrara sufrimiento a las decenas de mujeres y niños que habitaban en Masada. Fue imposible convencerlo, llegarían hasta las últimas consecuencias y nunca se rendirían. Igualito que Flavio Josefo.
Como el gobernador iba de sobrado, una vez terminada la muralla y los ocho campamentos, dio el siguiente paso. Construir una rampa que le diera acceso a Masada, casi nada, una obra de ingeniería militar como nunca se había conocido otra.
Masada
La distancia entre la base de la rampa y el punto en el que tocaba la fortaleza judía era de setenta y tres metros. La rampa no llegaría hasta la altura de la misma muralla. Al final de la misma se construiría una torre de asedio con un ariete y catapultas que martillearían constantemente con piedras las murallas defensivas. Como veréis una autentica barbaridad de obra.
La situación de Eleazar y sus hombres comenzaba a ser desesperada. Día a día la rampa iba avanzando. Los intentos de sabotear la construcción eran en vano. El momento de la verdad se acercaba inexorablemente.Y como quien no quiere la cosa, llegó el día en que la rampa estuvo terminada. La congoja se apoderó de las gentes de Masada. Las máquinas de guerra comenzaron a moverse, tenían el enemigo a las puertas. Tras el incesante trabajo del ariete, los romanos consiguieron abrir una brecha en las fuertes murallas de la fortaleza. Cada golpe del ariete hacía que los corazones se resquebrajaran igual que los sillares de piedra de la fortificación. Hombres, mujeres y niños temblaban viendo como las Águilas se iban acercando.
Eleazar y sus hombres intentaron a la desesperada taponar con maderos la brecha abierta por el ariete y los catapultas. Pero los romanos ya habían mordido la presa y no la soltarían bajo ningún concepto. Estos arrojaron teas encendidas para incendiar la madera que servía de improvisada barricada. Esta ardió en su totalidad, la suerte estaba echada, y el final muy cerca. Eleazar Ben Yair sabía que no pasarían del día siguiente. Había que tomar una decisión, una terrible decisión. Rendirse y convertirse en esclavos de Roma o morir en glorioso final, esa era la dicotomía a la que se enfrentaban. No lo dudaron, eligieron la espantosa segunda opción. Los hombres que tenían a sus familias con ellos se encargaron de la terrible misión de acabar con la vida de sus mujeres y sus hijos antes de terminar con la suya propia. Da escalofríos solo pensarlo por un instante. Exceptuando dos mujeres y cinco niños que se escondieron en una cueva, los romanos al entrar en la fortaleza solo encontraron cadáveres y un sepulcral silencio que helaba la sangre. Ni ellos mismos, soldados curtidos en mil batallas y en la brutalidad de la guerra podían asimilar el dantesco espectáculo que se mostraba ante sus ojos. En el suelo unas piedras con nombres grabados, estas se utilizaron para sortear los hombres que se encargaron de terminar con la vida de aquellos que no tuvieron el valor suficiente como para hacerlo por su propia mano. Una de esas piedras llevaba escrito el nombre de Ben Yair, el líder de los héroes de Masada.
Trozo de cerámica con el nombre de Eleazar Ben Yair
Hoy, pasados casi veinte siglos, los reclutas del ejército israelí suben a las ruinas de Masada para jurar lealtad a su país. El ritual es subir a la cima mirar los restos de la rampa y jurar que “ Masada no volverá a caer”.